20 de marzo de 2006

EL PAIS DE LOS OJOS TRISTES


Crónica de viaje

En el metro, a diez mil kilómetros de mi gente más cercana, y a pocos meses de un viaje de corto regreso, observo con detenimiento a un marinero pobre que está sentado frente a mí, que tiene los ojos tan azules como el mar que recorre; dormita.

El uniforme de guerra está sucio, las franjas blancas ya son grises como las jóvenes pupilas, y lleva también en el pantalón negro, un cinturón de hebilla de marina con dos anclas superpuestas. Un segundo más tarde, poco antes de aparecer el anuncio para cerrar las puertas, sube al primer vagón una mujer; parece ser del sur, pide alguna ayuda para el hijo que lleva sobre su pecho, con unos trapos atados a la espalda que sirven como abrigo.

Aquel marinero de pupilas de plata, observa; parece ser el único que se inmuta ante la madre, pero no hace caso, solo escucha mientras ella camina, tan lenta como un ánima, por el oscuro corredor. También frente a mi, un poco a la derecha, hay dos oficiales del ejercito, llevan en la mano una cerveza y parece no ser la primera; a su derecha, en la esquina, hay una anciana con los ojos azules y tristes, como suelen estar los ojos en estas tierras: lleva dos morrales de espalda, una maleta de cuero negro y gastado, y tres bolsas plásticas con anuncios publicitarios. De pie, junto a la baranda hay un muchacho, debe tener en malos cálculos quince años, no lleva puesta ropa de moda, pues es simplemente lo que se puede.

La madre sigue caminando por el corredor y continúa pidiendo por “xesus xristos” la ayuda de los respetados pasajeros, con la voz casi quebrada. El niño no llora, está increíblemente dormido, sólo sale su pequeña cabeza por entre el abrigo improvisado. Ahora aquel marinero la mira, pero no a los profundos ojos, la deja pasar por su frente con la cabeza gacha, la mira después, con lástima, y parece ser el único, el resto parece ni verla. A su paso la mujer reza y pide, al cielo y por el cielo, la compasión demostrada en una moneda.

Aún no es muy tarde, en el reloj del hombre que está a mi lado logro ver que son la 9:50 PM; el llegar a la otra estancia baja la anciana con sus morrales y la madre con su hijo, difícil tarea. Quizá haya algún problema, las puertas no se cierran ni dicen nada por los parlantes, en esa extraña lengua que apenas entiendo; frente al metro, en la plataforma la madre aprovecha una silla libre, la única de once que alcancé a contar. Dentro del metro y a pesar de la demora nadie se mueve, nadie se toca, nadie habla, nadie mira, se escucha sólo desde afuera las voces pasajeras y el murmullo fuerte del hombre en masa; se escucha el llanto del niño recién despertado, pero la madre parece estar igual que la gente del metro: no se mueve, no habla, no toca, no mira.

De repente suena el anhelado anuncio y antes de terminarse se cierran las puertas.

1 comentario:

Csar A. dijo...

ojos tristes = ojos ciegos, ojos fríos, ojos acostumbrados a ver en el hueco de lo verdaderamente mirable...

me gusta el relato...