Ahora -por fin-
Entiendo el espacio:
Esa fría y adyacente atmósfera fatal
Que con el paso de los años
Traspasa el tiempo…
I
Ese once de septiembre, aquel día trágico, mientras unos hombres de turbantes coloridos le robaban la vida a miles de personas, el grupo de veinte colombianos aterrizaban en el aeropuerto Sheremitevo de Moscú, sin la menor idea de hablar el idioma y después de más de veinticinco horas de vuelo.
Fue una sensación extraña no estar en aquella lista de estudiantes becados, pero con el cansancio, la distancia hasta el viejo edificio del ministerio de educación fue corta. Al fin me atendió una mujer que hablaba ese idioma que al principio sonaba fuerte, inentendible y extraño.
Cuatro horas después del malentendido logré que me dieran una habitación compartida en la Patricio Lumumba, un lugar lleno de pájaros negros, hojas en el piso y corredores sin fin; allí viví por solo tres meses, comiendo griesha con coca cola, una mezcla gastro-política muy interesante. Desde ese momento, después de pasar por Panamá, Cuba, Irlanda y Polonia, 2 días sin ver a los míos supe qué era ser huérfano y descubrí que aquello no era el infierno y que talvez podría acomodarme por un tiempo.
Hablando de esto aquí, bajo ese sol tropical típico de mi casa, se recuerdan muchas cosas, así como seguramente hay otras que es mejor olvidar.
San Petersburgo, la ciudad de Pedro el grande, de Lenin, de Gogol, de Stravinsky, era una ciudad más parecida a mi tierra tan añorada en aquel momento; Katya y yo solíamos salir a ver los puentes, los teatros y las plazas llenas de “Babushkas” con pañuelos en la cabeza; era bonito, sobre todo cuando vas escuchando un tango de Piazzola en un viejo reproductor de cassettes que me regalo mi abuela antes de hacer la despedida en El Dorado, una despedida que pareció eterna.
Ella también había estado viendo los puentes, las plazas y los museos, en otras condiciones, veinte años antes, cuando estaban llenos de grandes escudos con la hoz y el martillo, cuando todos, incluso ella, eran perseguidos por la KGB.
De la hoz y el martillo no quedan más que souvenires para turistas y de la KGB un mal recuerdo; todo eso pasó a ser Mc Donals, casinos, pizza y tristeza.
Al país de los ojos tristes le guardo una gran parte de mi corazón, sin él yo no sería lo que soy ahora, ni mucho menos, lo que antes fui.
II
¡Y que presente está la muerte
En esta lluvia que caduca!,
¡Y que imponente es la tierra
Ante el hambre de los días!
-Chinita, siéntate aquí- me decía señalando el piso al lado de su silla verde donde se sentaba a dejar pasar los años sin afán. –Henita, ¿Cómo estas?- le preguntaba yo siempre, tocando la puerta antes de entrar. –Te voy a mostrar una cosa-, -Sí claro Henita-, -Mira-, me dijo sacando una caja larga con tapa dorada, que escondía los más grandes secretos que alguien a los doce años pueda imaginar.
Eran fotos, la mayoría de tiempos remotos, de sombrero y elegancia, tomadas en blanco y negro, que mostraban los innumerables viajes que ella hizo; Keops, Kefren y Micerinos; el barrio gótico, la torre Eiffel, el Partenón, la torre de Pisa, San Marcos, la Capilla Sixtina, el Big Ben, Machupichu; todos recorridos palmo a palmo, trabajando con sus manos, pintando y esculpiendo que era lo que el Maestro Barba, como ella lo llamaba, le había enseñado a hacer.
Frente a su casa, en la Carrera Primera Este con la Calle Setenta, vivía una mujer con su esposo y sus ocho hijos, o mejor, mi abuela con mi abuelo, mis siete tíos y mi papá. Así, como si fuera un destino común se encontraron a lo largo de sus vidas, saltando de un barrio a otro, Gloria y Hena, hasta que ella, la artista, murió en la casa de Gloria, que en ese entonces pasó a ser su mamá por una demencia senil desterradora, acompañada por la que fue su familia en la última etapa de su vida.
Ahora las fotos y sus herramientas de trabajo no están expuestas en ningún museo, están en un cajón de secretos, que guardarán por generaciones, si la envidia lo permite, las inevitables ganas de ser utilizadas, y los paisajes que me animaron para hacer aquel viaje del once de septiembre.
III
Ahora esta hablando con sus amigos que viven en el espejo y repitiendo las cosas una y otra vez; todos lo ven, le hablan y se van, esa es la vida cuando te quedas solo. Alfredo, Alfredito, el de los toros, los repuestos, el basketball y los viajes por el mundo. Ese que me llevaba en el biuik verde turquesa a las corridas de enero, bajo el sol de las tres, a la barrera de la Santa María. Ese que salía a perseguir ladrones a las seis de la tarde en la Caracas con Catorce, con el revolver en la mano, -porque nadie se mete con Campuzano-, hasta que un día se olvidó de que ahí tenía un almacén de repuestos y que su casa quedaba en la 70 con Primera. Ahora su mundo es el espejo, como el de un Buendía de García Márquez. No hay que describirlo para imaginarlo en sus buenos tiempos conquistando morenas al ritmo de un bolero en una buena fiesta, o gritando un olé merecido a un diestro de la tauromaquia. Entre esos boleros crecí, quizá por eso es que ahora no consigo buenas fiestas, por lo menos a mi gusto, que es como el de él, de boleros, tango y buen son.
Ella siempre fue buena, haciendo el trabajo nunca pago ni agradecido de madre de todos y de ángel guardián de muchos. Ahora ella es su luz, esta cansada, si, pero vive por él y el por ella, a pesar de todo, de los años, de los tiempos, de los hijos, de la vida misma.
Allí, en aquella casa construida para ella, viví por algunos años, nunca deje de ir por ningún motivo; me estaba esperando Hena y la caja de botones con los que jugaba antes de sentarnos a la mesa elegante, servida para muchos, donde no faltó nunca el ajiaco del 24 y el tamal con chocolate de 31, no puedo olvidar que las navidades de aquel tiempo fueron las mejores, las de los grandes árboles adornados con luces, llenos de regalos y pequeñas figuras de colores y dulce.
Muchas miradas para una sola tarde.
Yo solo busco miradas conocidas,
Miradas que ocurrieron hace siglos;
Que juzgan ahora
El silencio de la tumba
-o del agua-.
IV
“El Bulín”, aun existe aquel bar donde me llevaban a pasar largas noches de rumba bohemia al compás de Piero, Serrat, Silvio y Pablo. Ahora seguramente la cerveza vale mil veces más que en aquel tiempo, pero no puedo negar que ellos la pasaban bien y yo dormía de maravilla. Era un grupo grande, “los del barrio”, Entre ellos Mayuyis, la pintora; el papá viejito y la mamá viejita, con sus interminables paquetes de Piel Roja; Jorge, Beto, el chiquito y mi papá y mi mamá, con la monita.
Con el paso del tiempo todos van desapareciendo, formando familias nuevas, yéndose del país y dejando al Bulín sin buenos espectadores. De eso queda en mi computador más de mil quinientas canciones de Silvio, Serrat, Piero, Mercedes, Aute, mucha samba y algunos discos de música italiana del 80.
V
Cuándo volveré,
Sin que el futuro me de excusas,
A sentir los brazos calientes
Y la ternura.
-los carruseles, la lluvia-
En agosto, el mes de las cometas se animaron por fin a casarse, después de siete años de un noviazgo ininterrumpido y con el permiso indiscutible de las dos familias. Él, estudiante del último semestre de administración y economía, rubio, con los ojos verdes como los de su abuela y con un corazón de oro. Ella, con cuatro años menos, baja pero bella, pelirroja y con el carácter típico de un cáncer de finales de junio.
Eran jóvenes, pero con un amor irremplazable y admirado, lograron sacar adelante a los dos hijos, primero una niña y después un niño, que, según ellos, afortunadamente no siguieron los pasos de ninguno de los dos. La vida fue maravillosa para los cuatro durante veinte años de matrimonio; paseos, comidas, cumpleaños, moral, colegios al ritmo de la batalla del calentamiento o de freder jaquet, espíritu, nada hizo falta.
Pero siempre que todo está tan bien algo pasa y aquí también pasó. Las horas se alargaron y se convirtió de un momento a otro en una locura que ninguno entendió. Yo había partido al país de los ojos tristes en ese tiempo y no supe que pasó, después de tres años logré comprender que, como dice Julio Jaramillo, tan solo se odia lo querido. Ahora la marea bajo y todo se calmo después del duro tiempo que pasaron en mi ausencia.
VI
El nuevo edificio del palacio de justicia nos recuerda aquel trágico 1985. De eso ya no queda nada, sólo las imágenes, y sobre las ruinas, este nuevo monstruo de mármol blanco; ya no hay escrituras, ni firmas de notario, ni funcionarios morales caminando por los pasillos; ni tampoco, siquiera, las llamas causadas por los tanques de guerra. Todo se ha cambiado por ordenadores, maquinaria pesada, fusiles y obreros. En una de las nuevas oficinas del enorme edificio trabaja Blanca, una mujer de cuarenta y seis años, alta y robusta, con el rostro lleno de belleza medieval.
El viernes veinte de septiembre caía un orvallo frío y casual, pero en su escritorio, Blanca, sentía el calor del infierno. Ella era la mejor secretaria del sector publico en la ciudad, y ese día, como todos, se lo habían recordado, y no solo mirándole las piernas. En la tarde había discutido con su jefe por un error en una carta, que él había cometido, pero que sin duda, ella ya había corregido. Le dolía la cabeza como nunca y estaba “Como con fiebre”, según le dijo su amiga Maria Eugenia. De un momento a otro Blanca cayó desmayada frente al elegante escritorio de cedro; su jefe trató de ponerla sobre un sofá de cuero negro y, con el esfuerzo que su sobrepeso le permitió, lo logró; pero ella no reaccionó ni siquiera con la ignorante agua de toronjil que le llevaron.
Una llamada hecha desde un teléfono desconocido asustó a Claudia, que regresaba a casa en medio del trancón de costumbre; una muchacha joven le anuncio que su mamá había caído enferma y que estaba en la sección de urgencias del hospital universitario. “No se sabe, los médicos no han dicho nada”, fue la respuesta a su pregunta.
Blanca veinticinco años atrás había dado a luz a una pelirroja hermosa, en un viejo convento del centro de la ciudad; pero como la costumbre de aquel entonces en las altas esferas de la sociedad era negar a los hijos sin padres tuvo que dejar a su muñeca en manos de su madre que la cuido como si fuera su propia hija.
Blanca Cecilia, una mujer que dejo en los corazones un recuerdo maravilloso, servicial, eficaz y bello, no se podía pedir más. A mí me enseño, como buena secretaria ejecutiva, las cosas prácticas: a coger bus y a caminar rápido, a cantar, a luchar y a disfrutar la vida. Su derrame cerebral la dejo en coma durante dos años en la Fundación Santa fe, entonces mi segundo hogar, de donde su hija la sacó llena de aparatos médicos por todo su cuerpo. –no creo que dure más de una semana, tienen que estar preparados- fue lo que dijo el medico cuando firmo su orden de salida; esa semana se convirtió en diez años más de vida, diez años donde un milagro y las agallas de su hija le enseñaron de nuevo a caminar, a hablar y a pintar, una profesión que nunca imaginó tener. Por ahí se escucha a veces en la cocina revolviendo platos y asustándonos a todos cada vez que hacemos algo mal.
VII
Los pétalos ya caen de las hojas marchitas;
En tristeza
La ilusión se ha convertido.
Aún lo pienso y no se la verdadera razón por la cual decidí ir a Rusia, quizá una aventura, un nivel académico, una experiencia más, la búsqueda de un amor perdido en la península Ibérica o una necesidad momentánea; lo que si está claro era lo que quería hacer, Literatura, Universidad Estatal de San Petersburgo. Por el camino se quedo el amor perdido de la península Ibérica y también, por problemas burocráticos, mi carrera de literatura, que se convirtió en un año más de filología rusa, pero algo más quedaba por hacer allá.
Según él yo no le daba ni la hora, pero yo la verdad ni siquiera lo había visto. Tomás, o el maridito, como todos le dicen; un maravilloso hombre que me abrió los ojos y las ganas a una nueva cultura, que me salvó en los momentos de terror en aquel cuarto sin ventanas del 606, mientras nos fumábamos con katya dos paquetes de Piotr I, durante dos largos y terribles inviernos. Ese que decía que yo tenía cara de tener en Colombia una casa con jardín y muchos cuadros de Chagal en las paredes, que decía que el arte no servia de nada y que no entendía la opera ni el teatro, terminó yendo conmigo al Marinsky cada tres días, a ver eso que no servía ni entendía. A él solo puedo agradecerle las enseñanzas, el tiempo perdido en las largas charlas de política y ese delicioso tiempo ganado entre las copas y el café.
“Yo pienso en ti, tu vives en mi mente,
sola, fija, sin tregua, a toda hora,
aunque el rostro indiferente no deje de reflejar
sobre mi frente
la llama que en silencio me devora.”